Las cosas claras y las vías estrechas, siempre ha sido y
siempre será así. Las caras bonitas y las conversaciones de cuchillo, de
motosierra (maldición). Que si doy de comer me voy a quedar sin brazos. Me
estoy quedando sin brazos.
Dicen que la vida son dos días, y uno de ellos lo habré
pasado deteniendo el tiempo. Pues arranca y vete, que me bajo. Arranca y vete
lejos, donde por lo menos se me olvide odiarte. Que si el karma es injusto no
voy a dejar que lo sea conmigo. Y si al final lo es, le pegaré un grito. El
puto grito que siempre ha merecido. Que tiene que haber mejores soluciones que
una canción de mierda a horas intempestivas de la madrugada para encontrar la
redención. En realidad, la redención siempre fue la rendición.

Garantizar que lo sé, que lo escuché, que lo entendí. Y
gritar al aire que como yo, nadie. Y entender que la vida no son dos días, que
la vida no es nada si no me dejan vivir. Que la vida es tiempo que detengo, y
espero que algún día se pare también conmigo. Espero que nos echemos un café,
me mire y me sonría: “Tenías razón, siempre tuviste razón”.
Que pueden hacer lo que quieran, como quieran y cuando
quieran; porque la cueva, mi canalización y mis ganas de escapar nunca se irán
(hasta que yo me vaya, claro). Y como quien visita una ciudad ajena, desde
lejos y con ojo crítico, lo observaré todo desde más allá, o desde más aquí.
Una excursión a las entrañas para evidenciar lo de siempre: dame paz y dime
tonto.
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