miércoles, 15 de mayo de 2013

Entre fotos


Seguro que no te acuerdas, pero yo hoy me he vuelto a acordar de ti. Creo que son tus gafas, o esa sudadera tan chula. El hecho es que me he vuelto a acordar de ti (bueno, en realidad fue ayer. Hoy lo plasmo aquí).

Era lunes, y ese día madrugué. Madrugué mucho. No quería llegar tarde otra vez. Me hice un café, de esos solubles que tanto asco me dan. Luego me hice otro. Y otro más. Y salí de casa. Y estaba lloviendo. Y me cagué en todo. Y mientras cruzaba el puente me acordaba de la madre de mucha gente.

Llegué allí y estaba lleno. No sabía donde estaba la entrada, ni la recepción. Me lancé a la aventura y abrí una puerta. Mal hecho; esa no era. Cuando encontré la puerta ya estaban todos allí, esperando. Estaba tan solo que me daba vergüenza dejar el abrigo en el perchero. Pero soy un valiente, claro que sí, y me decidí.

Cojo la percha, dejo el abrigo, y aparece aquel señor raro que vi por primera y última vez, que me da dos besos. Los dos besos belgas. Esos dos besos. En serio, nunca me voy a acostumbrar.

Bonjour! dos besos, y se va. Y yo me quedo ahí, sosteniendo la percha, creyendo que el mundo se ha vuelto un poco más loco.

Dejo la percha y me voy lo más lejos posible del señor siniestro. Y me encuentro con mis compañeros, menos mal. Segundo error. Ellos estaban más perdidos que yo.


Empezamos la visita, tras haber pagado la entrada (y haber encontrado previamente la taquilla) y a los diez minutos ya no prestaba atención a nada. La visita estaba bien, entiéndeme, pero el francés y yo no nos llevamos del todo bien (y por aquel entonces menos todavía). Me dediqué a dar vueltas y vueltas viendo las fotos. Tú te dedicaste a dar vueltas y vueltas mirando al techo. Nos dedicamos a dar vueltas y vueltas hasta que terminamos en aquella sala de proyección.

Una película sin diálogo, imágenes de policías y música de suspense. Algunos bancos raros y mucha gente. Me senté en la tercera fila intencionadamente, porque estabas cerca. Me senté con las manos por detrás, apoyadas en el mármol, como si ese enorme banco fuera un césped. Te sentaste al lado y adoptaste la misma posición. Y yo, aún no se por qué, me puse un poco nervioso.

La proyección seguía y todos nos dimos cuenta de que eso era una pérdida de tiempo, un truño considerable a los telefilms del domingo de Antena 3. Y la gente se empezó a ir y todo comenzó a estar más tranquilo; y antes de darme cuenta estábamos los dos solos en aquel sitio. Nuestras manos estaban muy cerca, tan cerca que me apeteció dártela. La proyección terminó y la sala se quedó únicamente iluminada por esas patéticas luces que indican la salida de emergencia. Tú te reíste, con la mirada fija en aquella pantalla que ahora no mostraba nada. Yo me reí. Y la proyección volvió a empezar.


Ese era el momento en el que una persona normal tenía que preguntarte el nombre, o gastar alguna broma sobre lo precioso que era aquel vídeo de los policías. Pero no. Yo, como buen valiente, me levanté y huí. Tienes que saber que soy un torpe, es así. Si me hubieras conocido sabrías que es verdad, que soy un torpe.

De hecho soy malo para muchas cosas, muchísimas; entre ellas recordar la ropa que la gente lleva puesta.

¿Has visto el pañuelo que llavaba puesto ayer?, me preguntan a veces. No, respondo; sin tener ni puta idea de qué pañuelo es.

Resulta que me acuerdo de todo lo que llevabas puesto. Me acuerdo de tus gafas de pasta negras (una hipster, pensé), me acuerdo de tu sudadera negra con mangas larguísimas, que solo dejaba que se te vieran las puntas de los dedos; me acuerdo de tus pantalones pitillo; me acuerdo de tus Vans de color verde; me acuerdo de tu pelo rubio. Y me acuerdo de haber pensado que hacía meses que no veía a alguien tan interesante.


La visita siguió, y nosotros nos seguíamos cruzando por las salas del museo. Nos volvimos a quedar solos en otra sala, y esta vez me dejaste ver tu sonrisa. Y yo te dejé ver la mía. Pero cada uno seguimos a lo nuestro.

Nunca nos preguntamos el nombre, y nunca te lo voy a preguntar. Nunca. En ningún sitio. No te voy a volver a ver, ni tampoco lo pretendo. Hay cosas que son así, y así serán; igual que tú siempre serás la chica que me sonrió en aquel museo. Pero cuando me encuentro frente a alguna foto de esas que vimos juntos me vuelvo a acordar de ti, es inevitable. Es inevitable que a veces recuerde esas gafas, ese pelo, esa sudadera, ese pantalón, esas zapatillas. A veces es inevitable que, al leer estos apuntes, me acuerde de ti. Es inevitable, porque estás entre las fotos.

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