domingo, 9 de junio de 2013

Como la horchata

No hay nada mejor. No hay nada mejor. No hay nada mejor. ¿Lo entiendes o no? Va, lo repito. No hay nada mejor.


Gritar. Gritar en la primera bajada de la montaña rusa, o en el primer looping. Gritar con los pies descalzos, empapado. Gritar desde arriba, gritarle al mundo desde un columpio. Gritar con un calimocho, desde lo alto de una escalera. Gritar tumbados en las plazas de Madrid. Gritar y tocar chufa. 

Gritar después de escribir una canción. Gritar, bailar. Gritar y sentir el viento desde el mirador más bonito de la ciudad en la que estemos. Gritar y zambullirnos debajo de la cascada. Gritar y beber chupitos, y beber otro chupito, y beber otro más. Gritar y despertar rodeados de desconocidos. Gritar y correr con cara de esfuerzo. Gritar y perder el autobús. Gritar y perder el metro. Gritar y sudar. Gritar y quedarnos sin aire acondicionado. Gritar y sudar; sudar mucho. 

Gritar con una cerveza en la mano. Y otra. Y otra más. Y pasar a los cubatas. Gritar viendo amanecer desde la playa, aquella playa, nuestra playa. Gritar y ver cómo nuestros amigos se zambullen en el agua. Gritar mientras los primeros rayos de sol acarician nuestras mejillas. Gritar con cada canción, con cada película, con cada nuevo capítulo, con cada libro, con cada final. Gritar en las hamacas de un jardín. Gritar y que se haga de día, una vez más. Gritar y que los vecinos nos lancen botellas de cristal de tanto gritar. Gritar y ahogar las penas en el balcón, con alcohol; siempre con alcohol. Gritar y fumar, porque sabemos que John Lennon no murió. Gritar porque somos estúpidos, estáticos; gritar porque conjugamos el verbo ayer.


Gritar porque no importa nadie ni nada más. Gritar porque estamos vivos. Gritar porque estamos a salvo. Gritar porque somos verano, porque somos hielos y porque somos terrazas al sol. Gritar y sentir que si esto es vivir, quiero estar vivo eternamente. Gritar, porque al fin y al cabo, somos como la horchata.

sábado, 8 de junio de 2013

Dame paz y dime tonto

Las cosas claras y las vías estrechas, siempre ha sido y siempre será así. Las caras bonitas y las conversaciones de cuchillo, de motosierra (maldición). Que si doy de comer me voy a quedar sin brazos. Me estoy quedando sin brazos.

Dicen que la vida son dos días, y uno de ellos lo habré pasado deteniendo el tiempo. Pues arranca y vete, que me bajo. Arranca y vete lejos, donde por lo menos se me olvide odiarte. Que si el karma es injusto no voy a dejar que lo sea conmigo. Y si al final lo es, le pegaré un grito. El puto grito que siempre ha merecido. Que tiene que haber mejores soluciones que una canción de mierda a horas intempestivas de la madrugada para encontrar la redención. En realidad, la redención siempre fue la rendición.


Garantizar que lo sé, que lo escuché, que lo entendí. Y gritar al aire que como yo, nadie. Y entender que la vida no son dos días, que la vida no es nada si no me dejan vivir. Que la vida es tiempo que detengo, y espero que algún día se pare también conmigo. Espero que nos echemos un café, me mire y me sonría: “Tenías razón, siempre tuviste razón”.

Que pueden hacer lo que quieran, como quieran y cuando quieran; porque la cueva, mi canalización y mis ganas de escapar nunca se irán (hasta que yo me vaya, claro). Y como quien visita una ciudad ajena, desde lejos y con ojo crítico, lo observaré todo desde más allá, o desde más aquí. Una excursión a las entrañas para evidenciar lo de siempre: dame paz y dime tonto.

Y.

Gira. Date la vuelta y vete. Y no vuelvas. Y ya está. Y punto.